D. Eduardo Estivill
Pediatra y neurofisiólogo (creador del famoso método Estivill)
Dña. Montse Doménech
Pedagoga y psicóloga
Como pediatra y neurofisiólogo tuve la oportunidad de empezar a estudiar el sueño de los niños hace ya muchos años, en 1976. Montse Domènech hizo lo mismo, pero en cuanto a los hábitos y la pedagogía. Uniendo los dos trabajos hemos podido formular toda una serie de recomendaciones publicadas en distintos libros, a cuyos fundamentos científicos me referiré a continuación.
Hoy día sabemos que el sueño es una actividad fundamental para el ser humano. Hasta hace muy poco se pensaba que dormir era perder el tiempo. Simplemente, el hombre o la mujer se apagaban como una luz, de modo que dormir era un período donde no sucedía nada.
La explicación de esta forma de pensar es el gran desconocimiento de lo que sucedía mientras estamos dormidos. De hecho, los hombres hemos estudiado los demás hombres solamente cuando estaban despiertos, y ya en la época del hombre de Cromagnon o Neanderthal teníamos cráneos con agujeros. En cambio, no se empezó a estudiar qué es el sueño hasta hace ochenta años, y cada vez sabemos más, motivo por el cual resulta tan interesante esta especialidad: aprendemos continuamente cosas nuevas.
Lo anterior resulta especialmente importante y cierto en relación con los niños. En efecto, es más desconocido por qué un niño duerme como duerme, por qué cambia su sueño a lo largo de su infancia y cuáles son las repercusiones de dormir mal. Hoy día sabemos que dormimos para estar despiertos, que el sueño es la fábrica de nuestro día y que, durante la noche, nuestro cerebro fabrica y repara todo lo que gastamos al día siguiente. Ésta es la razón por la que dormimos un número determinado de horas cada jornada.
Las principales ideas que sabemos sobre el sueño de los niños son las siguientes. Cuando un niño nace, duerme muchas horas, pero no puede dormir seguido, sino que lo hace "a trocitos". Es decir, si nos imaginamos un círculo que represente las veinticuatro horas del día, un niño -cuando nace- duerme dos, tres o cuatro horas; a continuación se despierta, come, lo tenemos que cambiar, debemos darle afecto; después vuelve a dormirse, se despierta, vuelve a dormirse...; y así sucesivamente. Esta repetición de fases en las que está dormido-está despierto recibe el nombre de "ritmo vigilia-sueño" y cambia en los seis primeros meses.
Poco a poco, este ritmo se va transformando en otro tipo de sueño. Si imaginamos otro círculo, en este segundo la mitad inferior sería la noche, y la mitad de arriba sería el día. Pues bien, sabemos que, a los seis meses, el cerebro de un niño tiene capacidad para dormir seguido entre once y doce horas. Además, realiza tres siestas después de cada una de las comidas. Así, por ejemplo, si un niño come a las ocho de la mañana, a las doce del mediodía, a las cuatro de la tarde y a las ocho de la noche, realiza tres siestas después de cada una de las comidas del día, más la larga pausa nocturna. Este segundo tipo de sueño recibe el nombre de "ritmo circadiano", es decir, un ritmo que se repite cada veinticuatro horas, que es lo que hacemos los adultos.
En la actualidad sabemos también que este cambio de ritmo (de anárquico o circadiano) no se realiza porque sí. Existe en nuestro cerebro un grupo de células -que es nuestro reloj biológico- denominado técnicamente "núcleo supraquiasmático del hipotálamo". En realidad, es un grupo de células que actúa como si fuera un reloj. Pues bien, cuando nacemos, este reloj es inmaduro, es decir, no sigue el ritmo correcto de veinticuatro horas, y necesita entre cinco y seis meses para cambiar al ritmo de veinticuatro horas. Asimismo, y como todos los relojes, necesita que le den cuerda para que se ponga en marcha, algo que técnicamente se llaman "sincronizadores", es decir, informaciones que este grupo de células recibe para aprender a introducir el cambio.
Existen sincronizadores internos, es decir, información que el propio cuerpo da a este grupo de células, por ejemplo, el ritmo de la temperatura. Todos sabemos que, cuando dormimos, nos enfriamos ligeramente, y que, cuando despertamos, nos recalentamos. Se trata también de un ritmo circadiano de temperatura (más baja de noche, más caliente de día) que, cuando nacemos, es anárquico; así, los recién nacidos tienen una temperatura más o menos constante durante las veinticuatro horas del día, y, hasta que este cerebro no recibe esta información de la temperatura del propio cuerpo, no empieza a introducir este cambio.
Existen otras sustancias químicas internas que fabricamos, como la hormona melatonina. La fabricamos cuando se hace oscuro, e informa al reloj del cerebro de que tiene que dormir; en cambio, cuando amanece, esta hormona desaparece de la sangre y aparece el cortisol, otra hormona que nos dice que tenemos que estar despiertos.
Junto con esta información interna que recibe el reloj biológico, hay otras de tipo externo, como la luz, el ruido, el silencio y, sobre todo, las rutinas o hábitos de sueño, que son las normas que los padres enseñamos a nuestros hijos para que este reloj se ponga en marcha y pueda realizar el cambio correctamente. Hay que tener claro que sobre ciertos factores no podemos actuar; así, no podemos cambiar la temperatura (enfriándolos de noche o recalentándolos de día); tampoco podemos darles melatonina, ni podemos actuar sobre la luz o la oscuridad, que provienen del sol. Sin embargo, podemos influir muy bien en los hábitos o rutinas del sueño.
Por ejemplo, hoy día sabemos que, en el 70% de los niños que nacen, este reloj madura de forma correcta, por lo que ese grupo pasa sin ninguna dificultad a dormir diez-doce horas durante la noche, y dormir sus siestas durante el día. No obstante, hay un 30% de niños (cantidad grande) cuyo reloj es "un poco gandul", es decir, necesita algo más de cuerda. Se trata de niños completamente normales, sin ningún problema médico ni psicológico; tampoco son niños mimados, ni la situación es culpa de los padres. Sólo sucede que su reloj biológico necesita una información extra para poder desarrollar este cambio.
En el pasado, esta realidad se desconocía, con lo cual los padres vivían con estos niños que se despertaban cinco, seis o diez veces cada noche; que no dormían nunca más de dos o tres horas seguidas; y que sufrían repercusiones al día siguiente, ya que, como he dicho, dormimos para estar despiertos. Los niños que duermen mal están más irritables durante el día; son más dependientes de las personas que los cuidan; y, posteriormente, debido a que van creciendo y siguen sin dormir bien, padecen más problemas escolares o, incluso, de talla. La explicación es que, mientras dormimos, en la fase más profunda del sueño se fabrica la hormona del crecimiento; estos niños, como fraccionan muchos su sueño, no llegan nunca a tener la suficiente cantidad de sueño profundo, con lo cual pueden sufrir, en los casos más graves, alteraciones de talla.
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Ahora bien, ¿qué es un hábito? Un hábito es algo que no sabemos hacer, pero que, a base de repetición, aprendemos. Los hábitos siempre tienen connotaciones culturales; por ejemplo, un hábito es lavarse los dientes con un cepillo, comer la sopa con la cuchara o aprender a manejar una bicicleta o a deslizarse con esquís. Ahora bien, los hábitos se realizan de una manera o de otra, algo especialmente fácil de entender estudiando el hábito de la comida. Por ejemplo, en Japón, los niños comen sentados en el suelo, con un bol y unos palillos; en cambio, aquí lo hacemos sentados a la mesa con una cuchara y un plato. Los dos hábitos son correctos, aunque, si el niño japonés viene aquí y quiere seguir con su hábito, tendrá dificultades de adaptación a su nuevo ambiente. No lo hará mal, sino que, simplemente, puede tener alguna dificultad de adaptación. De igual manera sucederá si nosotros vamos allí. Por lo tanto, nosotros no explicamos dogmas ni filosofías, sino el resultado de estudios científicos sobre cómo podemos enseñar unos hábitos que no están correctamente establecidos dentro de una cultura que es la nuestra.
Durante el primer año de vida, los niños aprenden básicamente dos hábitos: comer y dormir. Quede claro que el hambre es una necesidad del cuerpo, pero que comer bien es algo que se aprende; y de igual forma sucede con el sueño. Veamos un ejemplo. Cuando una madre de un niño de siete meses dice a su padre que le dé las papillas, éste coge al niño, lo sienta en una sillita, le pone un babero y coge un bol y una cuchara. Es decir, utiliza unos elementos externos (bol, plato, vaso, cuchara, sillita, etc.) que asocia al hábito que va a enseñar. De una forma natural -sin recurrir a ninguna información extra-, todos los elementos externos que utiliza para asociar al hábito que va a enseñar se los deja al niño durante todo el tiempo que dura el hábito. Es decir, el padre no le quitará en mitad de la comida un elemento externo, en este caso la cuchara, para hacer que el niño, por ejemplo, se beba la sopa.
Además, a base de repetición, gracias a esta asociación de elementos externos con el acto que estamos enseñando, el niño va ganando en seguridad. Sucede así que el padre hace tan bien su labor que, cuando tiene nueve meses, y sólo con ponerle el babero y la sillita, el niño ya mueve las manos, debido a la repetición anterior, porque sabe que a continuación viene la comida. Ha conseguido que el niño se sienta seguro con su hábito.
Ahora bien, esta seguridad le viene no solamente de la asociación de elementos externos con el acto que estamos enseñando, sino también por la actitud de los que le transmiten el hábito. Un niño siempre capta lo que el adulto le transmite. Por ejemplo, si pongo delante de mí un niño de seis meses y le digo con un tono suave "gordo, papá no te quiere nada", el niño sonríe; en cambio, si al mismo niño le digo con un tono fuerte "¡guapo, papá te quiere mucho!", el niño llorará. El niño no entiende las palabras, sino que capta lo que yo le transmito. Por lo tanto, lo que se necesita para que un niño capte que aquello no se puede hacer es que un adulto se lo transmita. Es decir, los niños experimentan las sensaciones que tienen porque los adultos se las transmitimos.
Por ejemplo, se traumatiza verdaderamente a un niño cuando es el adulto quien le transmite el trauma, debido a que, por ejemplo, los padres se pelean, hay problemas en la escuela, etc. Pensemos, asimismo, en las cunas con barrotes, las cuales, dada la altura de los recién nacidos, podrían parecerles una jaula. Sin embargo, no existe en el mundo niño alguno traumatizado por haber dormido en una cuna con barrotes, por el simple hecho de que nunca se le ha comunicado la sensación de que eso es negativo, sino precisamente lo contrario: la sensación de que es agradable.
Ahora bien, ¿qué pasaría si los padres lo hicieran mal y dudaran? Es habitual que la primera vez que ponemos a un niño delante de un plato de sopa, lo primero que hace es ver la sopa y meter en ella las manos; y a la primera cuchara que le ponemos en la boca, el niño lo escupe todo. ¿Qué piensa el padre en un caso así?
Piensa que lo está haciendo bien. El padre ni cambia ni duda, y al día siguiente volverá a hacer lo mismo. Si este padre pensara que, como el niño ha comido mal el primer día, le dará mañana la comida sentado en el orinal, pasado mañana en la bañera, al tercer día en el sofá, al cuarto en una olla a presión, al quinto en un florero, al sexto con pajita... -todo ello para ver si el niño come bien-, entonces, haríamos a los nueve meses un niño inseguro con su hábito, porque estaría despistado. En cambio, comportándonos de una manera repetida transmitimos al niño, sin darnos cuenta, nuestra seguridad.
Analicemos ahora al hábito del sueño. Los elementos externos asociados al hábito del sueño son más. Por ejemplo, supongamos que damos al niño la manita para que se duerma. Ése va a ser el elemento externo que el niño asocie a su sueño. Lógicamente, una vez que se ha dormido, nos vamos. Pero ¿qué pasa si se despierta porque su reloj biológico todavía no está en hora y, por tanto, no ha aprendido a dormir seguido? Como no sabe hablar, reclama el elemento externo que ha asociado a su sueño, pero los padres, que desconocen esta situación, van cambiando: un día le dan agua, al segundo le cantan, al tercero le bailan, al cuarto le dan la mano, al quinto lo llevan a su cama para que duerma con ellos... Es decir, sin darnos cuenta vamos cambiando los elementos externos que asociamos a su hábito. Y con ello, lógicamente, transmitimos inseguridad.
Además, y como en el ejemplo de la comida, no debemos olvidarnos de la actitud. Sin embargo, sucede que, así como los padres no dudan y tienen muy claro cómo enseñar a comer a sus hijos -y no dejan que nadie opine ni les aconseje, ni siquiera el pediatra más importante-, los padres con hijos que no consiguen dormir de manera regular comienzan a tener más dudas sobre cómo lograrlo. El problema en este caso es que los padres, que son los mejores educadores (cuando se les dice lo que tienen que transmitir a sus hijos), sin querer transmiten su inseguridad al hijo.
Abordaré a continuación la segunda gran base teórica de nuestro libro, que también hemos aprendimos de psicólogos y pedagogos. Un niño es un ser inteligente que se comunica con un adulto mediante lo que llamamos "acción-reacción". Es decir, los niños hacen cosas porque esperan reacciones de los adultos; y, en función de la reacción del adulto, el niño vuelve a hacer la misma cosa o hace otra cosa distinta.
Imaginemos un niño de un año de edad que no sabe dormir seguido. Lo colocamos en la cuna y nos vamos a la cocina a preparar la cena; él, para comunicarse con nosotros, tiene que hacer una acción. Un niño de un año puede hacer dos clases de acciones. La primera es levantarse y sentarse en la camita dando palmas y haciendo "gu, gu, gu". Ante esta primera acción, la reacción de los padres es mirarse entre ellos y decirse "qué mono, está cantando una canción".
Ahora bien, el niño puede hacer otra acción: levantarse, ponerse de pies, estirar los brazos, llenarse de mocos y empezar a gritar "¡mua, mua, mua!". Entonces, los padres lo cogen, le cantan, la bailan..., hacen todo lo que pueden.
Si este niño tiene problemas con el hábito del sueño, ¿por cuál de las dos acciones optará? Por la que ha conseguido la reacción del adulto, evidentemente. Por lo tanto, las acciones que utilizan los niños para comunicarse con los adultos cuando están en una situación de inseguridad en su hábito de sueño son el llanto, el grito, el vómito y darse golpes. En efecto, las otras dos acciones que el niño sabe hacer (dar palmitas y hacer "gu, gu, gu") no sirven para despertar a sus padres a las cuatro de la mañana.
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A propósito del llanto, actualmente conocemos que los niños lloran de dos formas completamente distintas. Un niño puede llorar con sentimiento cuando tiene un trauma o cuando siente dolor (por ejemplo, cuando se pilla un dedo en una puerta). Es un tipo de llanto muy característico que a las madres no les pasa por alto. Junto a éste hay un llanto de acción, un grito que casi nunca va acompañado de lágrimas y del que las madres, igualmente, se dan cuenta. En este segundo caso, al niño no le pasa nada; simplemente está haciendo una acción para que la madre o el padre reaccionen. En cuanto se le coge en brazos y se le toca un poquitín, el niño calla.
Ahora bien, la situación se complica cuando el niño crece, ya que entonces utiliza la palabra para comunicarse con el adulto. Imaginemos que tenemos una niña de tres años con problemas en el hábito del sueño. La hemos colocado en la cama y, desde la cocina, oímos lo siguiente: "La mamá es muy guapa", "Papá es simpático", "Mañana es domingo", "Iremos a ver a la abuela", etc.
Son, en efecto, palabras. El problema radica en que, aunque los adultos interpretamos las palabras, los niños no pronuncian palabras para que las interpretemos (para darnos a entender una situación), sino que lo hacen por la reacción que nosotros mostramos hacia esta palabra. Sin embargo, cuando los padres oyen las palabras anteriores, las interpretan, y uno dice al otro: "¡Mira qué lista! Me ha visto entrar y, en cuanto he dicho que mañana vamos a ver a tu madre...". Y en esto se quedará la reacción.
Ahora bien, si a este niña la colocamos en una situación en la que ella se siente insegura en relación con el hábito del sueño, puede decir otra frase: "¡Mamá, pupa, barriga!". Entonces, inmediatamente, los padres la cogen, le cantan, la bailan...
Por tanto, las palabras que utilizan como acciones para conseguir reacciones cuando los colocamos en una situación donde ellos no saben hacer y están inseguros, como es el hábito del sueño, son de este tipo: "Caca, sed, pipí, pupa, un cuento, un besito...". En definitiva, todo aquello con respecto a lo que el niño sabe que el adulto reacciona.
Un niño de tres años que se despierta a las tres de la mañana utiliza siempre palabras inteligentes, como, por ejemplo, "¡tengo sed!". Ante esa exclamación, la mamá va hacia él y dice lo siguiente: "No, no puede ser, porque te has bebido ya dos vasos de agua". "¡Tengo sed!", repite. "No, porque además te has bebido un vaso de leche". "¡Tengo sed!". Y así va pasando un cuarto de hora, media hora..., hasta que la madre, que ya no puede más, al final coge un vaso y lo da a la niña. Entonces, la niña coge el vaso y se lo bebe. Tres horas más tarde puede volver a suceder lo mismo y, entonces, la palabra que la niña diga quizá sea "pipí". Se repetirá el proceso, se hará caso a la niña y ésta terminará durmiéndose.
Además, los niños utilizan palabras dirigidas siempre en función de quien tienen delante. Saben perfectamente que a la madre le sirven unas cosas y al padre le sirven otras, y lo mismo con la abuela o el abuelo. Es decir, saben dirigir sus acciones para conseguir reacciones en función de la persona que tienen frente a ellos.
Esto es muy característico no sólo de los niños que tienen tres años, sino también de los de seis meses. A esas edades, por ejemplo, el niño llora siempre mirando hacia el padre o hacia el padre que sabe que primero lo va a coger (en un porcentaje elevadísimo, la madre). Tuvimos un caso hace muy poco que fue realmente espectacular. Una madre acudió a nosotros diciéndonos que su niño de tres meses y medio, casi cuatro, no la quería. Hicimos esta misma prueba; yo cogía al niño, y éste se giraba con las manitas sólo hacia el padre. Haciendo el historial de esta mujer supimos que la pobre había sufrido un problema médico muy grave que la obligó a estar ingresada dos meses y medio en el hospital, con lo que era el padre quien cambiaba al niño, le daba el biberón, etc. Evidentemente, no es que el niño no quisiera a la mamá, sino que, simplemente, las acciones que el niño había aprendido a hacer eran respondidas sólo por el papá.
Al cabo de una semana de explicar esta situación a la madre, el problema se solucionó inmediatamente. A base de repetición y de estar con el niño, éste aprendió rápidamente, en una semana, que la mamá también le daba de comer, lo limpiaba, le cantaba, le hacía masajes, etc.
En definitiva, gracias al sentido común y a las aportaciones de los pedagogos somos conscientes de que los niños necesitan rutinas, algo que, si nos fijamos bien, también los adultos necesitamos, puesto que todos nos sentimos seguros cuando sabemos lo que va a pasar. Los niños necesitan rutinas para antes de ir a dormir, y es preciso tener en cuenta que es muy importante separar nítidamente el hábito de la cena, del hábito del sueño. Una vez que el niño termina de comer, debemos crear un espacio de tiempo que llamamos "hábito de la afectividad o de la comunicación". Es decir, sentamos al niño en el regazo o en el sofá y, en este momento, le cantamos canciones, le contamos cuentos, etc. El objetivo, claro está, no es que se duerma, sino transmitir afectividad, y hay que hacerlo con una actitud de transmisión de afecto y de amor.
Finalmente, debo decir que el resultado de todo este trabajo es Duérmete niño, mi primer libro, y Método Estivill. Guía rápida, que introduce algunas variaciones para mejorarlo, entre ellos un CD. Junto a estos títulos, Monste Domènech y yo hemos escrito un libro para enseñar a comer con el objeto de que los padres sepan cómo enseñar el buen hábito de comer.
Finalmente, quedaba un espacio intermedio que, como he dicho, llamamos "hábito de la afectividad". El material elegido para enseñar este hábito son los cuentos, una herramienta pedagógica muy importante para poder enseñar algunas normas de educación. Somos unos grandes defensores de la idea de que los padres son los responsables de la educación del hijo, y no, como hoy día se está diciendo, de la idea contraria: llevar al niño a la escuela para que lo eduquen. La escuela no tiene ninguna obligación de educar al niño, sino de formarlo y darle conocimientos. El niño tiene que llegar bien educado a la escuela, y la educación se realiza desde el primer día de vida y es responsabilidad de los padres y personas que están al cuidado de los niños, sobre todo en el primer y segundo año de vida.
Por esta razón, pensamos que en estos cuentos podíamos inculcar algunos conceptos que después los padres pudieran utilizar. Hay dos tipos de libros. Uno es para niños muy pequeñitos, y aparece un personaje que se llama Lila, porque los niños aprenden mucho por imitación, y es mucho más fácil para un padre y una madre referirse a un personaje ficticio para ponerlo como modelo de los niños. También para este mismo grupo de niños, pero con mayor edad (cinco, seis o siete años) hemos publicado otro libro, que son los cuentos para antes de ir a dormir.
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Montse Domènech
Como ha indicado Eduard Estivill, el hábito de la alimentación está basado en la adquisición de unas rutinas a través de unos elementos asociados y de una actitud de los padres. Pensemos en un caso extremo: un niño de tres años se acostumbra exclusivamente a comer puré de patatas durante todo el día: para desayunar, comer, merendar y cenar. Cuando llega el momento de llevarlo al parvulario, no quiere comer nada porque el niño sólo tolera el puré de patatas.
Para solucionar una situación así, tenemos que inculcar seguridad a los padres para el momento en que tengan que enseñar el hábito al niño. Concretamente, el hábito de la alimentación consiste en escoger unos elementos básicos para que el niño los asocie al momento de comer. Hay que tener en cuenta que ningún niño se muere de hambre si tiene un plato lleno delante. El hábito de la alimentación consiste en elegir los elementos asociados (el plato, los cubiertos, el babero, la mesa y la silla), pero nada de juegos, televisión, cuentos o lápices o cualquier otro elemento que el niño pueda interpretar como elementos asociados a este hábito. Evidentemente, siempre hablamos de niños que tienen ciertos problemas en el momento de adquirir estas rutinas; es decir, cuando un niño ya ha aprendido correctamente el hábito, algún día podemos ser más flexibles sin que, seguramente, vayamos a distorsionar el buen hábito.
También es importante pensar que el niño tiene un estómago muy pequeño. Por tanto, es mejor empezar por dosis muy pequeñas y por alimentos que a él le gusten para, poco a poco, ir introduciendo sabores nuevos. No está descrito ningún caso de algún niño que rechace un sabor sin probarlo. Los niños deben probar cualquier sabor, y tenemos que intentarlo -eso sí, sin forzarle-.
Por eso es bueno colocar, al lado de un alimento que a él le gusta mucho, una cantidad muy pequeña de algo que vamos variando día a día, de manera que podamos acostumbrarle a nuevos sabores. Igualmente, no existe ningún dato que indique que los niños prefieran los sabores dulces a los salados o los sabores amargos a los ácidos. Es decir, cualquier niño se puede ir acostumbrando a cualquier sabor con el modelo que le dan los padres.
Otro detalle es que, cuando un niño no sabe todavía comer de forma correcta, haya sólo una persona que le dé la comida, sin nadie más interfiriendo en la acción. Suele suceder que la madre está dando de comer, pero pierde la paciencia, por lo que va el padre, quien le pega un grito, ante lo cual la abuela le dice "déjame, que ya le doy yo, porque sé más". Realmente, esto no es nada bueno al principio. Por el contrario, resulta muy aconsejable crear un espacio relajado y sin ningún ruido donde esté una persona sola con el niño al que necesita enseñar a comer.
También es muy importante no destinar demasiado tiempo a la acción. A veces, muchos padres cuentan que se tiran horas y horas intentando dar de comer a su niño. Pues bien, si no se logra un resultado exitoso en treinta-treinta y cinco minutos como máximo -que es lo que puede durar una comida-, se aparta el plato y se le dice: "Bueno, a la hora de cenar, cenarás mejor". No se debe insistir, porque comer no es ninguna tortura, y tenemos que enseñar que es algo que tiene que gustar y que resulta placentero y agradable. Por ello, resulta relevante que los padres sepan transmitir esta sensación a los niños, para que coman con ganas.
Si el niño no quiere comer, no hay que aplicar nunca fórmulas represivas, es decir, no hay que gritarle (ni pegarle, por supuesto), porque lo que nos interesa es que para él este espacio sea divertido y que los padres sepan transmitirle cariño mientras le dan la comida o come solo. Es bueno que estén charlando y que no se muestren urgencias del tipo "¡Venga, come!".
En conclusión, resulta primordial que los padres sepan si el niño come bien. Si es así, es necesario saber reforzarlo positivamente, y decírselo ("Hoy estás comiendo fenomenalmente", "Perfecto", "Luego podremos pintar o cantar canciones"). Por el contrario, si no come bien, no se le riñe ("La próxima comida comerás mejor"). Finalmente, también es muy importante, si los niños no han desayunado, comido o cenado bien, no dar complementos, con el fin de no saltarnos los horarios y para que el ritual sea lo más estricto posible.
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